“La espiritualidad cristiana a partir de la Eucaristía”
Miguel Ángel D’Annibale. Obispo de San Martín
ENEC Puerto San Julián. Octubre de 2019.
Una espiritualidad litúrgica cuya fuente es la celebración de la eucaristía, nos lleva a considerar la vida cristiana como:
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experiencia comunitaria
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escucha atenta
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ofrenda agradable
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acción de gracias
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comunión y testimonio
1. La vida cristiana como experiencia comunitaria
Por el bautismo somos incorporados a un Pueblo, el Pueblo de Dios. Esto implica todo un compromiso de recorrer nuestra vida de fe con otros, especialmente con los que más sufren, con los más pobres. No se puede explicar una vida cristiana en soledad, con un solo vínculo intimista con Dios. La misma eucaristía implica una comunidad que la celebra y en la cual se hace presente el mismo Jesús Resucitado. La confirmación es el sacramento de la madurez cristiana que nos incorpora plenamente a la Iglesia.
Leemos en el evangelio de Mateo:
“Donde dos o más estén reunidos en mi nombre, Yo estoy en medio de ellos”. Mt 18, 15
Valoremos la vida comunitaria y el pertenecer a un Pueblo que camina
2. La vida cristiana como escucha atenta
Leemos en el salmo 94:
“Donde Ojalá hoy escuchen la voz del Señor, no endurezcan su corazón”
La celebración de la eucaristía tiene como parte central la proclamación de la Palabra. La Palabra se proclama para ser escuchada, para que reavive la fe, para que la encienda.
Es difícil pensar en un cristiano cerrado a la escucha. Y en una comunidad cerrada a la escucha.
En el estilo pastoral de Jesús aparece siempre la escucha, como una manera de vivir. Escucha el grito del leproso, el grito del ciego, se conmueve ante la madre viuda que se le murió su hijo único, percibe la limosna de la viuda, escucha a los discípulos de Emaús. Escucha a su Padre en la oración diaria.
La eucaristía genera en quienes la reciben la disponibilidad a la escucha, de la Palabra que sigue resonando en la celebración y en los hermanos que comparten la vida.
Mons. Angelelli decía: con un oído en el Pueblo y otro en el Evangelio
3. La vida cristiana como ofrenda agradable
El apóstol San Pablo, en la carta a los Romanos, dice:
“Por lo tanto hermanos yo los exhorto por la misericordia de Dios a ofrecerse a ustedes mismos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: este es el culto espiritual que deben ofrecer” Rm 12,1.
De tal modo que la vida cristiana se entiende desde la ofrenda. Esto lo percibimos en primer lugar en el propio Cristo, quien se entregó a la voluntad del Padre. Si volvemos sobre la escena Huerto de los Olivos vemos a Jesús en una lucha por vivir hasta el fin la voluntad del Padre, quien le pide entregarse a la muerte por todos nosotros:
“Abba –Padre- todo te es posible: aleja de mi este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” Mc14, 36
Jesús acepta esta voluntad. Así surge el verdadero sacrificio espiritual: la ofrenda del corazón. No es una ofrenda exterior al mismo Cristo lo que él ofrece; no es un carnero, un chivo o un cordero. Es el mismo corazón de Jesús el que se ofrece. Es el centro de todas las decisiones, el centro de la voluntad y fundamentalmente, el centro del amor.
Nosotros también como cristianos, es decir, discípulos de Cristo, sus seguidores, estamos invitados a vivir cada día respondiendo a la voluntad del Padre. No es para hacer de esto algo estruendoso, rimbombante o estereotipado. Es para vivirlo silenciosamente y en lo cotidiano. Es el desafío que cada paso de nuestro camino nos presenta: en casa con mi esposo/a y los chicos, en el estudio, en el trabajo, en la parroquia, en el servicio litúrgico que se me pide realizar. Allí, cuando somos fieles a la voluntad del Padre como su Hijo, estamos viviendo en un verdadero sacrificio espiritual. Estamos poniendo nuestro corazón a disposición de la voluntad del Padre. Tal como lo hizo Jesús.
El discípulo no es mayor que su maestro, sino que estamos en la misma línea que nuestro Maestro. El se ofreció “de corazón”, nosotros también nos ofrecemos de corazón en lo que hacemos.
En cada celebración eucarística la presentación del pan y del vino no deben estar vacíos de contenido. Por el contrario, son la expresión más acabada de nuestra ofrenda, es decir de nuestro vivir como ofrenda. Por eso la celebración eucarística del domingo, y también la diaria, donde se actualiza la ofrenda de Cristo en la Cruz, es punto de llegada de una semana (de un día) donde hemos vivido “como ofrenda espiritual” y punto de partida para seguir viviendo de esa manera, ya que nos unimos a la ofrenda misma de Jesús.
Cristo “hace presente” su entrega. Nosotros “nos hacemos presente” con la nuestra. La liturgia cumple así su cometido de ser fuente y cumbre de la vida cristiana.
4. La vida del cristiano como una acción de gracias
Volvemos sobre un texto de San Pablo, en este caso a los Filipenses:
“Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a insistir, alégrense. Que la bondad de ustedes sea conocida por todos los hombres. El Señor esta cerca. No se angustien por nada, y en cualquier circunstancia recurran a la oración y a la súplica, acompañadas de acción de gracias, para presentar sus peticiones a Dios” Fil 4,4-6
Desde esta palabra la vida cristiana se entiende como un don, como algo que recibimos y de lo cuál somos siempre beneficiados.
Esto lo podemos entender en primer lugar desde la vida “natural”. En efecto cada instante de nuestra vida se nos da como regalo. A veces nos damos cuenta tarde, cuando la enfermedad o la muerte nos golpean. Habitualmente nos parece lo más natural vivir... Y sin embargo no nos dimos la vida... Es siempre un don.
Lo mismo sucede con la vida cristiana. Hemos sido insertados en Cristo muerto y resucitado el día de nuestro bautismo. La Pascua de Cristo, su muerte y resurrección, es un acontecimiento del cuál no formamos parte. Dios lo hizo. Dios nos lo regaló. Y además nos hizo a cada uno de nosotros ingresar en él. Somos parte de ese misterio pascual. Somos parte del cuerpo místico.
Esta vida de resucitados comenzó en el bautismo y seguirá hasta la eternidad. Porque ni la muerte la puede destruir. Es un gran don.
Además esta vida se va tejiendo en nuestra propia historia personal con muchos dones y con mucha historia de crecimiento en nuestra fe. Porque cada encuentro con Jesús vivo nos transforma y nos hace más suyos.
Cuantas veces hemos experimentado que la vida de fe sustenta nuestro caminar, especialmente en los momentos más oscuros. Y es allí donde nos damos cuenta lo inmenso que este don, capaz de sostenernos en nuestra fragilidad.
La celebración eucarística nos permite tener esta actitud de acción de gracias. Porque cada vez que nos reunimos y se reza la Plegaria eucarística, se hace memoria de los acontecimientos centrales de nuestra fe. Al hacer memoria, se los trae al presente, se los actualiza. Y en el centro de esa memoria el mismo Jesús se hace presente con su muerte y su resurrección, transformando nuestra historia, que pusimos en el altar en el pan y en el vino. Así Él da gracias al Padre, y nosotros en él damos gracias también por nuestra vida, que estuvo “llena” de su presencia.
Cristo “da gracias” al Padre por lo qué él es. Nosotros vivimos en acción de gracias por el gran don que significa ser cristianos.
5. La vida del cristiano se realiza en la comunión y en el testimonio
En la misma carta de Pablo a los Filipenses leemos:
“Tengan un mismo amor, un mismo corazón, un mismo pensamiento. No hagan nada por espíritu de discordia o de vanidad, y que la humildad lo lleve a estimar a los otros como superiores a ustedes mismos. Que cada uno busque no solamente su propio interés, sino también el de los demás” Fil 2,2-4.
Según Pablo, la vida cristiana no está para ser guardada o archivada. Por el contrario, la vida cristiana existe para ser comunicada. Y es allí donde más se realiza. Donde cobra su pleno sentido.
¿Cuántas veces lo hemos experimentado? Al darnos a los demás sentimos que nuestra vida existe para algo y para alguien. Así es la Vida de Cristo. El esta resucitado, el vive para siempre para interceder por nosotros y para comunicarnos su vida.
“Yo estaré siempre con ustedes hasta el fin de mundo” (Mt 28, 20).
La vida de Cristo hoy da sentido a nuestras vidas. Porque estamos en comunión con él, y porque alimentamos nuestra comunión con él podemos vivir y anhelar el encuentro definitivo al que aspiramos llegar.
La comunión se expresa en la solidaridad, en la cercanía con los enfermos, en la promoción de los más pobres y desvalidos, y es el testimonio vivo de una Iglesia que sigue los pasos de su Señor.
En cada eucaristía participamos de la Pascua de Jesús. Nos alimentamos no solo de Jesús de Nazaret, sino del “Jesús Pascual”. Comemos la entrega del Señor, y esa entrega se hace carne en nosotros. Se hace vida en nosotros.
La comunión eucarística se transforma en fuente de comunión diaria. Es, en definitiva, el desarrollo de la vida que el mismo Cristo pone en nuestros corazones al entregarnos su Cuerpo y su Sangre resucitados.
Por eso, el único pan se parte y se fracciona para que lo comamos. Nuestra vida eucarística es la que día a día busca unir ese pan fragmentado en comunión y solidaridad.
Cuando nos despiden “Vayan en Paz”, nos envían a ser testigos de todo lo que hemos celebrado.
No hay gozo más grande que vivir eucarísticamente.