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2022-09-17 | Homilía de la ordenación de Mons. Fabián González Balsa

LAS HERAS. Homilía de Mons. Jorge García Cuerva, obispo de Río Gallegos.


Escribía el filósofo francés Albert Camus en su novela La Peste hace más de 70 años, pero con una gran actualidad: “Esa enfermedad de porquería, hasta los que no la tienen parecen llevarla en el corazón”.[1]


Y nosotros lo hemos experimentado en carne propia; la pandemia de covid 19 ha dejado huellas en nuestros corazones, nos hayamos o no contagiado el virus.


Porque junto con la pandemia de covid, que parece haber sido controlada, vivimos una pandemia de emociones: de dolor, de tristeza, de soledad, de miedo, de angustia, de bronca; una pandemia que nos ha herido profundamente, y que aún nos duele.


El profeta Isaías, en la primera lectura que escuchamos, se dirige a la comunidad judía de Jerusalén a su retorno del exilio, y poéticamente le dice: “Tu llaga no tardará en cicatrizar”. Son esas heridas del alma, esas llagas que nos hacen vulnerables y frágiles.


La vulnerabilidad no es un accidente en la vida de los hombres y mujeres, y mucho menos en la vida de un pastor, porque nuestro Dios es un Dios herido de amor; es el Cristo de las cicatrices que mostrándonos las marcas de sus manos y su costado nos dice cuánto nos ama y cuál ha sido el precio de tanto amor. Justamente cuando resucitó, el evangelio relata que los discípulos reconocieron a Jesús de ese modo: a través de sus llagas.[2]


Y nosotros, al modo de los discípulos, también reconocemos al Señor, a través de sus llagas. Al mirarlas, comprendemos que el amor de Dios no es una farsa y que nos perdona siempre. A través de sus heridas, vemos los secretos de su corazón misericordioso.


Nos dice el Papa Francisco: Entrar en sus llagas es contemplar el amor inmenso que brota de su corazón. Este es el camino. Es entender que su corazón palpita por mí, por vos, por cada uno de nosotros.[3]


Querido Fabián, que seas un pastor herido, porque sólo desde nuestra propia vulnerabilidad podemos entrar en comunión con las heridas de nuestro pueblo. La sensibilidad del pueblo descubre cuando su pastor es frágil, vulnerable, y entonces se le acercará sin miedo ni formalidades: lo descubrirá comprensivo de las caídas, porque el obispo tiene las propias; los fieles no temerán ser juzgados, condenados o rechazados, porque el pastor experimenta en la propia vida la infinita misericordia de Dios. Misericordia es la experiencia de sentirnos acogidos, puestos en pie, reforzados, sanados, animados desde nuestra propia miseria.


Pastor herido, pastor que desde sus propias llagas acompaña y cura las heridas del pueblo, forjando la comunión entre hermanos.


San Bernardo de Claraval decía: “¿Dónde podrá hallar nuestra debilidad un descanso seguro y tranquilo, sino en las llagas del Señor? En ellas habito con seguridad, sabiendo que Él puede salvarme”[4]


Recuerdo que cuando una herida no puede suturarse, coserse como decimos comúnmente, los médicos aconsejan un remedio casero para que cicatrice: poner azúcar durante varios días en la lesión. Creo que de la misma manera las heridas del alma se curan con la dulzura del amor, con la fuerza revolucionaria de la ternura.


Fabián, que tu ministerio episcopal sea ese azúcar que cicatrice, que una, que ayude a que deje de doler y de sangrar.


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En el mismo texto de Isaías, el profeta describe acciones y gestos que curan y reconcilian más allá de las ideologías, las creencias, las razas, o cualquier otra diferencia entre nosotros.


Soltar cadenas injustas y desatar los lazos del yugo: Nuestra sociedad argentina parece estar encadenada a los conflictos, cadenas con eslabones muy pesados de odio y resentimiento. Que tu ministerio episcopal, como ya lo has expresado con el lema que elegiste, Que todos sean uno, sea un signo viviente de reconciliación, que suelte esas cadenas que nos aprisionan y no nos dejan caminar juntos como hermanos. Que puedas ayudar a desatar los nudos más enredados de nuestro pueblo: nudos de yugos ideológicos que nos hacen mirar como enemigos a los que piensan distinto, atravesados todos por la tristemente conocida grieta; y los yugos económicos que siguen subsumiendo a nuestro pueblo en una pobreza que duele.


Dejar en libertad a los oprimidos: que tengas gestos liberadores para con los abrumados por la angustia, por el miedo y por la soledad, porque para ser libres nos liberó Cristo[5]. Que a quienes son víctimas de la discriminación, de las adicciones y de la trata de personas en la diócesis, y no ven caminos de salida, les puedas abrir las puertas de nuestras comunidades, donde encontrar rostros, corazones y manos acogedoras, donde compartir las amarguras y la desesperación, y recuperar un poco de dignidad.


Compartir tu pan con el hambriento: Porque como decía en la homilía de los 500 años de la primera misa argentina, el 1 de abril de 2020: Jesús sacia no sólo el hambre material, sino el más profundo, el hambre de sentido de la vida, el hambre de Dios. Como argentinos nos hemos acostumbrado a comer el pan duro de la desinformación; el pan viejo de la indiferencia y la insensibilidad; estamos empachados de panes sin sabor, fruto de la intolerancia; el pan viejo y agrietado por el odio y la descalificación.[6]


Albergar a los pobres sin techo: Que, como obispo, animes a que nuestras comunidades sean un hospital de campaña donde todos se sientan bien recibidos; que los que vienen de lejos no se sientan desprotegidos, que los que viven en la intemperie de la soledad y la marginación encuentren un lugar. Y a la vez, animá a que nuestra Iglesia diocesana siga pensando y concretando con Cáritas proyectos de vivienda para las familias más vulnerables que viven en condiciones habitacionales indignas.


Cubrir al que veas desnudo, desnudo por esa soledad que duele en lo más profundo, esa soledad que atraviesa el alma más que el viento helado de nuestras tierras. Cubrilos con el calor de la ternura, con el calor de la compasión, con las cobijas del amor que todo lo perdona.


Y toda esta lista de acciones que constituyen el ayuno agradable al Señor, terminan con un consejo muy humano y sencillo: No te despreocupes de tu propia carne. Como cuando eras chico, y seguramente tus padres que hoy te acompañan desde el Cielo, te decían cariñosamente: Cuidate. Hoy déjate cuidar por tu pueblo que te conoce y que te quiere, y que sabe de tus heridas; porque nuestra gente no necesita pastores distantes, aferrados a sus seguridades, escondidos en sus escritorios, ni tampoco jueces endurecidos que disimulan su miseria. Necesita compañeros de camino en la Iglesia sinodal. Por eso un gran obispo muy consciente de su fragilidad y sus pecados como San Agustín decía: Nadie logra de Dios la firmeza, sino quien reconoce su flaqueza.[7]


Pastor herido y también pastor enamorado, el amor de Cristo nos apremia dice Pablo a los Corintios en la segunda lectura. Que en tus recorridos por la diócesis y en tu misión apostólica seas un apasionado por el amor de Jesús, porque, como nos decían los obispos latinoamericanos en Aparecida, Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo.[8]


Querido hermano, que tu ordenación sea una caricia de Dios para toda la diócesis, para sus múltiples heridas y dolores; que tu ordenación sea también un gesto de ternura de nuestro Dios Padre y Madre para esta bendita comunidad de Las Heras, para sus familias, para cada uno de sus barrios. Esta ciudad a la que aún le duelen tantos jóvenes que se quitaron la vida; esta ciudad herida por el estigma de haber sido señalada alguna vez como la capital nacional del suicidio.

En esta misa rezamos por cada uno de ellos y por el consuelo de sus familias.


Iluminados por las lecturas que elegiste para esta misa, y especialmente por las palabras de Jesús en el Evangelio y que son tu lema episcopal, Que todos sean uno, quisiera que delante de Nuestra Madre la Virgen María y de San José, nos comprometamos todos como diócesis a sumarnos al sueño del Papa Francisco: Soñemos como una única humanidad, como caminantes de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos.[9]



[1] Camus, Albert, La Peste, Buenos Aires 1984, 93-94 [2] Cfr. Juan 20, 19-29 [3] Francisco, Homilía, abril 2018 [4]San Bernardo, Sobre el libro del Cantar de los cantares (Sermón 61, 3-5: Opera omnia, edición cisterciense, 2 ,1958, 150-151 [5] Gálatas 5, 1 [6] Homilía 500 años primera misa argentina, Río Gallegos 1 abril 2020 [7] San Agustín, Sermón 76, 6 [8] V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento conclusivo 29, Aparecida 2007 [9] Francisco, Encíclica Fratelli Tutti 8, 2020


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Texto de la Homilía: descargar.

Material multimedia: fotos - video celebración




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